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La semana pasada participé en un congreso organizado por la UAB con el título “La frontera, un concepto ineludible”. En él se reflexionaba sobre el mito de la Europa sin fronteras, sobre la persistencia de fronteras identitarias, algunas reconocidas, otras no, sobre la incoherencia de una Europa sin fronteras y a su vez amurallada exteriormente, y sobre la presencia de esta reflexión en la cultura y en la creación contemporánea. Desde una óptica identitaria, la frontera es una reivindicación ineludible: renunciar a la frontera implicaría renunciar a la propia identidad. Desde esa misma óptica se defiende la posibilidad de una frontera no concebida como muro, sino concebida más bien como demarcación política-administrativa, con el único fin de defender una cultura en el sentido más amplio de la palabra, no sólo basada en una tradición o una lengua, sino también en un modo de ser y gestionar lo común. Sin embargo, parece muy difícil, dada la estructuración de la sociedad en los países europeos actuales, concebir políticas fronterizas basadas en la identidad que al mismo tiempo eviten la exclusión y por tanto el establecimiento de distintos grados de ciudadanía. ¿No sería más conveniente concebir tales demarcaciones con independencia de construcciones identitarias y con el fin de asegurar unidades de gestión político-administrativa efectivas para asegurar el bien común de quienes las constituyen?

En los últimos años, y especialmente en los últimos meses, nos hemos visto sorprendidos por la pérdida de soberanía sufrida por los Estados periféricos de la Unión Europea. Nos hemos lamentado de la “humillación” que supone el que las políticas económicas de Estados independientes vengan dictadas por un directorio de facto liderado por el gobierno alemán. Y la gravedad de esta situación es que tales políticas económicas afectan gravemente a otras políticas que rigen la educación, la cultura, la sanidad y el sistema de protección social. Para algunos esta “humillación” es similar a la que otros territorios con fronteras no reconocidas han sufrido por parte de algunos de esos mismos Estados cuya soberanía se pone ahora en cuestión. Pero el problema no es que Alemania, con el apoyo de otros países del Norte, estén dictando las políticas de los países del Sur, sometiéndolos a una cultura diferente, sino que los mercados (es decir, las grandes fortunas, los bancos y los gestores de fondos de inversión que se arrogan a-democráticamente la representación de los ahorradores), están desposeyendo de riqueza y derechos a los habitantes de muchos Estados hasta ahora considerados desarrollados por medio de gobiernos e instituciones que supuestamente debían defender el bien común de los ciudadanos y procurar la extensión de un modelo de protección y derechos sobre el que se basó el proyecto europeo.

Si la agresión no es ya de un Estado con fronteras reconocidas contra otro Estado con fronteras igualmente reconocidas, sino el de un poder económico brutal, amorfo, sin identidad, sobre ciudadanos con tradiciones y culturas muy diferentes, ¿qué tipo de fronteras serían efectivas?, ¿cuál sería la escala de tales fronteras?, ¿y qué tipo de fortificación sería necesaria para asegurarlas? La respuesta dada por los ciudadanos islandeses podría constituir un ejemplo. Pero si quisiéramos trasladarla al ámbito europeo, no bastaría con un retorno a la clausura nacional: tendríamos que imaginar la articulación de la población y el territorio en entidades de pequeña escala, comarcas rurales o grandes barrios urbanos, que se agregaran unos a otros, respetando sus propias leyes y sus propias monedas, y compartiendo otras leyes y otras monedas, tantas como niveles en que se produjeran los intercambios económicos y las articulaciones políticas, evitando así la constitución de poderes  supranacionales que acabaran imponiéndose a las voluntades de los individuos democráticamente organizados. ¿Un sueño? Probablemente los servidores de los mercados no serían tan condescendientes como con esa isla habitada por poco más de trescientos mil habitantes y separada del continente por 970 kilómetros de océano.

En sus Diálogos de fugitivos, Bertolt Brecht, exiliado de la Alemania nazi y en tránsito por diferentes países europeos, escribió para uno de sus personajes: “Suiza es un país famoso porque allí se puede ser libre. A condición de ser turista.” Efectivamente, los turistas, en contraste con los exiliados y emigrantes, no sufren la experiencia de la frontera. Son libres, a costa de aceptar la no-pertenencia y declinar su responsabilidad social y política. La falsa libertad del turista resulta muy tentadora. Pero el precio de esa libertad es la ignorancia del sufrimiento ajeno y la pérdida efectiva de derechos. Quizá el problema de Europa es que haya querido parecerse a Suiza, mientras Suiza ha mantenido sus fronteras intactas y se ha resistido a ser europea, ¿será porque los suizos sepan que el planeta no soporta tantos turistas, y que el mantenimiento de un turismo exclusivo es la condición de su libertad? El turista no puede vivir sin fronteras. Las fronteras garantizan la existencia de paisajes humanos diversos, diferencias culturales interesantes, experiencias de consumo. Las fronteras permiten al turista entrar y salir: ver, disfrutar y regresar al lugar donde su propiedad avala sus gastos.  ¿Pero qué ocurriría si a mitad del viaje el turista descubriera que sus ahorros se han esfumado, que su riqueza era ficticia y que ya no tiene casa adonde regresar?

El sueño de un planeta de libre circulación para turistas podría servir para justificar la existencia de fronteras identitarias. Su función sería mantener las diferencias culturales para asegurar la distinción internacional de un determinado territorio. Tal distinción puede aumentar los recursos económicos de sus ciudadanos y dar a éstos la posibilidad de ser igualmente turistas. El problema radica en que el modelo turístico es algo así como una versión amable, popular y descentralizada del modelo colonial. Se basa en una aceptación de diversos grados de derecho y pertenencia. ¿Por qué el turista que visita un país pobre no se siente responsable de la falta de derechos de los otros? Piensa: “es su problema, en mi país no permitimos esto, ya les ayudo gastando aquí mi dinero, que aprendan de nosotros”. ¿Y por qué el turista que visita un país más rico se siente afortunado de contemplar los tesoros patrimoniales de los otros y admira la exhibición de buen hacer en torno a ellos sin poner en cuestión el modo de acumulación de tales bienes materiales e inmateriales? Es cierto que algunos turistas “pobres” se rebelan y murmuran: “aquí está todo lo que robaron”. Y que algunos turistas “ricos” también se rebelan e intentan influir a la vuelta en la opinión pública de sus países o bien se afilian a organizaciones no gubernamentales. Sin embargo, muy pocos pondrían en cuestión la frontera, la distinción original.

La frontera política es resultado de la aplicación práctica de una actividad metafórica. Pensamos fronteras porque somos cuerpo. Pensamos el cuerpo como contenedor. Y el territorio como contenedor de cuerpos. Pero no hay ningún fundamento para la frontera más allá de nuestra condición corporal. No hay fundamento trascendente de la frontera. Todas las fronteras resultan de un acto de violencia, aunque posteriormente el acto de violencia se olvide y las fronteras se presenten como garantías de seguridad. La instauración de la frontera sigue un patrón similar al de la instauración de la propiedad. Es cierto que algunas fronteras son necesarias para evitar agresiones brutales y exterminios. Aunque tales agresiones no se producirían si previamente no se hubieran instaurado fronteras en las que el territorio se definiera siguiendo una construcción identitaria. ¿Qué da derecho a un grupo a administrar en exclusiva un territorio y organizar la convivencia de acuerdo a determinadas leyes? La afirmación de una inteligencia superior (que se demuestra por la fuerza) explicaría que un grupo pretendiera arrogarse la administración de un territorio en beneficio de todos (el patrón colonial), pero no justificaría la desposesión de los otros (el patrón imperialista). ¿Qué justifica la desposesión y la exclusión de los otros? Sólo el convencimiento de que la distinción es trascendente. La identidad trascendente se ha basado tradicionalmente en la religión, de ahí la alianza del poder político-militar con las jerarquías eclesiásticas: para los poderosos resultaba mucho más aceptable fundamentar su poder en la religión que aceptar el cinismo. En los últimos cien años, para el poder económico ha resultado más práctico justificar trascendentemente la diferencia en una hipostatización de la identidad racial, lingüística o cultural. Aunque ambos modos de trascendencia, la religiosa y la cultural, se sigue cruzando de muy diversas maneras.

Privadas de justificación trascendente, las fronteras se convertirían en demarcaciones administrativas y dejarían de ser barreras identitarias. Y muchas de las fronteras identitarias se descubrirían como máscaras de fronteras económicas reales. Lo que nos repugna de los muros (México, Ceuta, Palestina) es que visibilizan la hipocresía de un concepto de frontera que ha perdido fundamento. Sin embargo, en los últimos años se ha multiplicado la construcción de barreras protectoras, corazas superspuestas a la piel de los Estados para impedir la agresión de los llamados nuevos bárbaros. Estas nuevas corazas están basadas en tentativas de nuevas construcciones identitarias: Occidente versus todo lo demás, Cristianismo versus todo lo demás, Democracia versus todo lo demás. Y versiones locales de esto: Europa versus Todo lo demás, Centro Europa versus todo lo demás, los países Anglosajones desarrollados versus todo lo demás. El enemigo no es definible, o se define coyunturalmente. Y eventualmente, algunas acciones ayudan a poner rostro al enemigo: así ocurrió cuando Al-Qaeda facilitó una nueva versión de la lucha entre el Ángel y Satán con los rostros de Bush y Bin Laden, sinécdoque perversa de una ficticia guerra de civilizaciones. La defensa de la frontera exterior del Imperio definida para la ocasión constituyó una excelente maniobra de distracción respecto a las conquistas invisibles de las oligarquías transnacionales y la implementación de un proyecto de desposesión sistemática y transfronteriza.

Las fronteras identitarias no nos defienden del ataque exterior. Los nuevos bárbaros no son los habitantes de otros territorios, no son los inmigrantes, son los representantes de los llamados mercados, bajo los que se ocultan un grupo cada vez más reducido de familias del planeta, y quienes les representan en los consejos de administración de los bancos y en los consejos de gobierno mal llamados políticos. Los muros no sirven contra ellos, ni siquiera las fronteras nacionales. Ya no se trata de prescindir de fronteras económicas para mantener sólo las fronteras culturales, sino a la inversa, prescindir de las fronteras culturales para construir fronteras administrativas, abiertas a las personas y a las lenguas, pero cerradas a la especulación, el comercio fraudulento,  el tránsito de mercancías producidas mediante la explotación.

Conscientes del mecanismo metafórico que justifica la frontera, podríamos proyectar sobre el territorio lo que hemos aprendido de nuestro ser corporal. No dar más importancia a la propia cultura que la que damos a los hábitos del propio cuerpo. Y cuidar la propia cultura con la misma atención pero con la misma intrascendencia con la que cuidamos de nosotros mismos. Aceptar las singularidades del propio cuerpo con humildad. Y no proyectar sobre el cuerpo social ni las frustraciones, ni las negaciones, ni las falsas pretensiones que derivan de la afirmación de nuestra vida en el cuerpo. La aceptación de un igualitarismo complejo sería sólo el principio en la resistencia contra las agresiones brutales de quienes se consideran elegidos y superiores.

José A. Sánchez, 12 de marzo de 2012

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