Este es un breve fragmento de una larga intervención realizada en el seminario From Representation to Conspiracy (in a parallel zone), en La Bellone (Bruselas), organizado por Juan Domínguez y producido por a.pass, “una institución tierna”, el día 14 de abril de 2016.

 

Bruselas es ahora una ciudad herida, de un modo que conocemos bien quienes vivíamos en Madrid en 2004. Se respira cierta tristeza en las calles, por más que bares y restaurantes sigan funcionando a pleno ritmo, al igual que las tiendas, los bancos y las instituciones. Las instalaciones provisionales construidas en el aeropuerto parecen más una escenografía que un dispositivo efectivo de seguridad. Se diría que las autoridades han decidido responder al terror con el simulacro de la seguridad, convirtiendo a todos los ciudadanos en figurantes de un operativo en el que los habitualmente invisibles agentes se han convertido en actores de una extraña comedia, que todos aceptamos sin rechistar. Entretanto, las minorías mayoritarias en Bruselas condenan los atentados y aseguran que nada tiene que ver la religión. Entretanto, los estrategas del neocapitalismo se frotan las manos, felices por tener nuevas excusas para continuar privando de derechos a las gentes. Quizá se animen a fabricar más armas, a financiar más guerras, a destinar más inteligencia a la creación de insurgencias a las que reprimir una vez arrasadas previamente las frágiles estructuras civiles. Y así, los beneficiarios de este capitalismo neofascista global en que nos adentramos podrán apoderarse de más riquezas, de más recursos y contar con mano de obra barata y sumisa alrededor del planeta.

Resulta extraño que en ese contexto se nos propusiera hablar de “conspiraciones”. Obviamente, el tipo de delito al que podríamos aspirar los conspiradores reunidos en La Bellone nada tenía que ver con los crímenes que habían costado la vida a tantas personas pocos días antes en Bruselas. La comisión de crímenes intolerables (porque provocan la muerte, heridas terribles o daños irreparables en las personas) no cancela sin embargo el derecho a delinquir, casi la obligación de delinquir. Porque cuanto más las leyes se reescriben en función de las reglas de juego de los poderosos, mayor es la necesidad del delito. Delito no es igual a crimen. El delito es cualquier quebrantamiento de la ley. Y cuando la ley es declaradamente injusta, ¿qué otra opción queda si no la delincuencia?

[…] A lo largo de la historia ha habido muchos poetas delincuentes. Algunos, como Jean Genet o Mohamed Chukri, lo fueron antes de dedicarse a la poesía. Algunos se imaginaron como delincuentes en sus obras, reflejaran estas o no su verdadera biografía, de Sade a H.G. Wells. Y otros se dedicaron a la delincuencia real una vez agotada la vía poética, como Arthur Rimbaud. También hubo poetas convertidos en criminales por el mero hecho de ser poetas, como ocurrió con Federico García Lorca o Sergej Tretiakov. El caso de Tretiakov es especialmente doloroso: alguien que estaba convencido de que debía desaparecer como poeta individual y liquidar la estética para poner sus capacidades artísticas al servicio de la revolución acabó siendo juzgado y condenado a muerte como contra-revolucionario.

Probablemente Tretiakov cometió una equivocación trágica, su opción por el comunismo, cuando el crimen inherente al acto poético conduce más bien al anarquismo. […] En la imaginación romántica del poeta, éste aparece como un rebelde. Su rebelión puede manifestarse contra la moralidad o contra la hipocresía social, pero es esencialmente una rebelión contra Dios. Lord Byron plasmó la figura del poeta rebelde en su obra Caín (1821). Caín conspira con el Demonio, irritado porque Dios lo ha hecho mortal. ¿Por qué Dios creó a los seres humanos mortales pudiendo haberlos creado inmortales como a los ángeles y a los demonios? Y si Dios creó la muerte, ¿por qué habría de prohibir matar? Así, Caín aceptó la invitación de visitar el Infierno y volvió del viaje convencido de la necesidad de matar a su hermano. En realidad, Caín quería matar a Dios, pero al ser esto imposible, mató a su hermano. Era el primer paso en un proceso que acabaría con la muerte de Dios mismo. ¿Por qué seguir matando a los hermanos? Sería mejor aceptar de una vez por todas la inmanencia como única dimensión posible y la contingencia como único absoluto. […]

En una sociedad radicalmente inmanente, los individuos aceptan su mortalidad, pues es nuestra condición como seres contingentes. No cabe rebelión contra la contingencia. Cabe vivir trabajar en lo contingente. En esa sociedad radicalmente inmanente, no  hay modo de justificar las diferencias jerárquicas: todos tienen los mismos derechos porque no hay ningún principio trascendente que asigne privilegios.

Pero inmediatamente surgen algunas preguntas. La primera es política: ¿si no hay principio trascendente, cómo nos organizamos?, ¿cómo nos dotamos de leyes? Pensamos entonces en acuerdos, contratos, constituciones, negociaciones, consensos, aunque es más fácil hablar de ellos que practicarlos. La segunda cuestión es moral: si no hay principio trascendente, ¿qué nos hará respetar esos acuerdos? ¿Cómo sostener una moralidad que impida la aparición de diferencias por la ley del más fuerte o del menos escrupuloso? Los anarquistas han sostenido a lo largo de los últimos dos siglos que es posible la moralidad en una sociedad anarquista, que el inmanentismo no tiene que abocar necesariamente al nihilismo.

El anarquismo fue la gran amenaza para la cultura occidental de final de siglo XX, del mismo modo que el comunismo fue la gran amenaza para el sistema económico y político. Sin duda los propietarios de las morales positivas, religiones y estados, no estaban dispuestos a ceder su más preciado tesoro, aquel en que se basa todo su poder. No eran comunismo y anarquismo las verdaderas amenazas, como quedó comprobado décadas más tarde, sino más bien los nacionalismos, el capitalismo exacerbado, la xenofobia, el nazismo, los imperialismos, los totalistarismos. Aun así, el anarquismo, por su componente nihilista, siempre fue considerado lo peor.

Afortunadamente para los poderosos, es propio de los anarquistas, como de los poetas, no ser capaces de organizarse bien. Por ello la conspiración anarquista fue más una paranoia que una realidad efectiva. G. K. Chesterton la plasmó brillantemente en su The man who was Thursday: a nightmare (1908), que narra una de las más fascinantes conspiraciones de la historia de la literatura. La acción comienza en un parquee, donde se una mujer pelirroja, un joven anarquista llamado Lucian Gregory y un poeta llamado Gabriel Syrne se encuentran en un parque. Gregory presume de anarquismo ante la mujer, Syrne lo descarta como petulante. Gregory, enfadado, le asegura que puede demostrar ser un verdadero anarquista si Syrne se compromete aguardar el secreto. Syrne acepta, pero le confiesa ser un policía y pide a Gregory que le guarde recíprocamente el secreto. Gregory lleva a Syrne a una reunión donde el primero debía ser nombrado miembro del consejo con el nombre de Thursday. Pero la elocuencia de Syrne le convierte a él en el elegido. A partir de aquí “el hombre que fue jueves” se desarrolla como una divertida trama de persecuciones, duelos y diversas aventuras en Londres y París, a lo largo del las cuales Syrne va descubriendo que todos los conspiradores son en realidad policías encubiertos, incluido el propio Sunday, el líder supremo, una figura que se anunciaba terrible y acaba mostrándose amable y ambigua, como corresponde al final de “una pesadilla”.

Que Sunday se configure según el modelo de Dios es una carga de profundidad del religioso Chesterton contra sus imaginarios anarquistas. […]  Entre sus objetivos destacaba el mostrar como el dogma deforma la realidad y nos impide la visión, nos hace caer en la alucinación. Pero de lo que sobre todo nos advierte la novela es del riesgo de endogamia, sea ésta causada o no por dogmas. Los policías hacen de anarquistas convencidos de que su acción cambiará el mundo. Y los policías mismos actúan como policías convencidos de salvar a la humanidad de la amenaza anarquista. En realidad, ni unos van a cambiar el mundo ni otros van a salvar nada, porque todos viven en una ficción, en un doble engaño. ¿No es este el riesgo que acecha continuamente a los artistas con pretensiones de transformación política? ¿No están y estamos también nosotros cegados por el dogma? […]

Para evitar la endogamia en la que cayeron los poetas anarquistas de Chesterton, los artistas han tratado de diversos modos de salir al encuentro de la realidad. El productivismo llegó muy lejos en ese empeño, hasta el punto de abolir por completo tanto la representación con el fin de producir objetos reales, que se inserten como cualquier otro objeto no artístico en el ámbito de lo cotidiano. Sin embargo, no debemos olvidar que el objetivo de las vanguardias rusas, como el de las vanguardias de los sesenta, no consistía en disolver el arte en la vida, sino producir una vida artística de manera generalizada. Benjamín ya había detectado que en el siglo XIX el desarrollo de las fuerzas técnicas de producción había emancipado del arte las formas creativas, las “Gestaltungformen”. […] El arte ya no era el único creador de formas creativas. Y esto es algo que no podemos ignorar: el campo de la producción estética es mucho más amplio que el campo de la producción artística. Pero ¿qué ocurre lo mismo con lo poético? ¿La expansión de la estética incluye también la producción de lo poético? ¿No será ésta la tarea reservada a los artistas supervivientes: la de infiltrar lo poético en lo cotidiano? No para disolver el arte, sino para enriquecer la vida. […]

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Y ya que estamos conspirando, y que nos podríamos reconocer herederos de los conspiradores anarquistas, recordemos a Piotr Kropotkin, quien de forma clarividente en La conquista del pan (1892) advirtió que ningún individuo tiene derecho a apropiarse de producto humano alguno ni de los beneficios que éste genera, pues cualquier bien construido o fabricado o cualquier tecnología resultan siempre de una serie de avances, descubrimientos, invenciones y mejoras colectivas. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral, pasado y presente. Frente al principio de acumulación capitalista, Kropotkin proponía la idea (fundadora del anarco-comunismo) del “mutuo acuerdo”. […]

La cooperación es el modo natural de coexistencia, y también la base de todo bienestar. Pero la cooperación, si bien se basa en la igualdad de derechos, no puede sostenerse en una sociedad homogeneizada: […] la homogeneización es un principio de empobrecimiento. La homogeneización es contraria a la cooperación. No puede existir cooperación entre iguales, del mismo modo que no puede existir complicidad entre iguales. Como recuerda Richard Sennett en Juntos (2012), la cooperación y la complicidad se dan necesariamente en la diferencia. […]

La diferencia es también la condición de lo poético. Fue la reivindicación de la diferencia lo que llevó al suicidio a los poetas que tanto defendieron la liquidación del individuo en los años veinte. […] Antes que ellos, Kropotkin había formulado una propuesta que por entonces sonaba extravagante: algo próximo a “poetizar el trabajo”. “Hagamos el trabajo agradable”. “Poetizar el trabajo” es algo muy distinto a la idea simplificada de fundir vida y arte. Porque cuando intentamos poner en práctica la unidad de vida y arte, a lo que llegamos muchas veces es a convertir la propia vida en trabajo, a la autoexplotación, propia del capitalismo inmaterial, a la sociedad del rendimiento. O bien a la imaginación de una vida sin trabajo, radicalmente improductiva. La primera es una prostitución del sí. La segunda es una renuncia a la comunidad. La salida podría estar en el trabajo poético. […]

Los dispositivos poéticos resultan de una profanación, que sólo puede ser una “desesestabilización”. Toda profanación es en cierto modo un delito. Pero se trata de delitos que se cometen en función del bien común. […] En contraste con los poetas románticos, que contraponían su nombre al de Dios, o los poetas anarquistas, que aceptaban el pseudónimo de los días, los poetas profanadores de dispositivos optan más bien por el anonimato. El anonimato es una estrategia practicada por los artistas para impedir la mercantilización de su propio nombre en un sistema del arte donde la identidad se convierte en mercancía. Pero puede ser también una táctica para hacer posible la cooperación. Eso que Sennett denomina “modo subjuntivo” es en cierto modo una retirada del sujeto, del yo indicativo, para favorecer una apertura a la enunciación colectiva, podríamos decir “anónima”.

El anonimato no es una renuncia a la singularidad, no es una fusión del individuo en la masa. El anonimato es la condición del singular en la multitud. El anonimato es la condición para que los derechos que se atribuyeron a uno en detrimento de otros sean de todos en cuanto individuos singulares. El anonimato se puede traducir en modestia o en amabilidad.

El anonimato no quiere decir que yo no tenga nombre, que yo renuncie a mi nombre. Sino que mi nombre es uno entre muchos nombres. Que mi nombre es intercambiable por otros nombres. Aunque yo, en cuanto persona singular, no lo sea. Es mi nombre en la cooperación, es mi nombre en la autoría lo que es sustituible. Y no yo en cuanto persona. O más bien habría que decir, siguiendo a Roberto Espósito, en cuanto yo “impersonal”.

Reivindicar lo impersonal es un modo de rechazar la cosificación de la máscara y aceptar la multiplicidad de lo animal, reasignar los derechos a los cuerpos y no a las máscaras. Lo impersonal nada tiene que ver con la homogeneización, más bien todo lo contrario. Se trata de celebrar la multiplicación de las diferencias para garantizar así una cooperación efectiva.

La forma de manifestarse lo anónimo es el murmullo, su modo de hacer es sigiloso. El sigilo implica un respeto hacia quienes no participan pero también hacia la acción misma. Porque sin sigilo, la belleza de la acción puede verse afectada. El sigilo, que también podría ser discreción, tiene que ver con el cuidado. Tiene que ver también con una resistencia a la sociedad del espectáculo o a la sociedad de lo pornográfico.

El sigilo mantiene a quienes se implican en el dispositivo en una apertura al exterior: cualquier puede integrarse, pero con ciertas condiciones: participan aquellos que aceptan la complicidad en la construcción de lo poético, participan aquellos que están dispuestos a tomarse el tiempo de entender y pensar cómo contribuir. Tomarse tiempo es otro modo de pensar el don: tomarse tiempo es también regalar tiempo. Que es lo contrario  de comprar tiempo. En esa economía de los dones se hace posible al acción poética.

No quisiéramos implicarnos en una conspiración que acabara en “pesadilla” de la que despertáramos como antes de habernos dormido. Quisiéramos implicarnos en una conspiración que se expandiera en tiempos de vigilia, sigilosa pero implacablemente. Para ello se nos convoca al delito, que no al crimen, para ello estamos dispuestos a “sujetar la tensión de la experiencia”, como propone Juan Domínguez, y hacer efectivo el nosotros como lugar de la subjetividad poética.

Bruselas-Berlín, 16 de abril de 2016

José A. Sánchez

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